Una niña, que todos los fines de semana, se levantaba bien pronto. Esperaba que su padre se marchara a trabajar, para abrir silenciosamente la puerta de su habitación, e ir de puntillas hasta la cocina, para calentarse leche con cacao y muy despacito con la taza de las manos, se sentaba en el sofá para ver sus dibujos favoritos, con la televisión muy, muy bajita, para no despertar a nadie.
Por la tarde, sin importar el tiempo que hiciera, salía con sus amigos a jugar.
Era la dependienta de la tienda de ultramarinos, que muy ingeniosamente habían acondicionado entre todos, bajo un puente; Corría hasta el agotamiento para que no la descubrieran mientras jugaban al escondite y antes de la merienda, montaba en todos los columpios del parque.
Sentada en unas escaleras de piedra, merendaba, mientras veía como los niños más pequeños del barrio e incluso alguno de su misma edad, se acercaban hacia donde ella estaba. Los veía sentarse delante, comiendo sus bocadillos y en sus miradas se reflejaba una inocente impaciencia, al saber, que hasta que no acabara de comer, no comenzaría a contarles esos “cuentos convertidos en historias”, que tanto les gustaban.
Ninguno se movía, ninguno dejaba de prestarla atención, vivían todas y cada una de las palabras que salían de la boca de esa niña, que ella acompañaba con sus gestos y con una gran imaginación. No querían que el cuento acabara, y cuando los amigos de esa niña regresaban, le pedían con voz triste que no se marchara y ella, con una sonrisa les decía que mañana les contaría más… Un día tras otro esos pequeñines, deseaban que llegara la hora de la merienda y buscaban incansables a esa niña, esperando que les volviera a embrujar con sus historias convertidas en cuentos…
Quién sabe, puede que alguno de esos pequeños, haya llegado hasta éste blog y al leerlo, se han dado cuenta de que esa niña, aún sigue contando historias…
Gracias, por estar ahí.